Liebre, Tortuga y drogas

14 dic 2010

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Mi Guía espiritual, en forma de Tortuga gigante, parado sobre sus patas traseras, me observó con detenimiento y luego exclamó, con una voz que me recordó a la de mi mejor amigo, que había muerto en un accidente de tránsito hacía unos tres años:
—La velocidad es la variable que separa la realidad de una alucinación…
Como siempre que mi Guía espiritual hablaba sentí que entendía el mensaje de  modo muy completo... Tuve ganas de llamar a alguien (a quien fuera) para gritar con entusiasmo un montón de cosas… Paisajes cargados de colores intensos, sonidos lejanos pero concisos. Un fósil del futuro que brillaba bajo la Luna de un desierto que respiraba profundo. El corazón del Mundo, cansado, envejecido, pero vivo. Agonizante, pero resistente…
“El Mundo es valiente”, me dije.
A la vez supe que todo aquello de la velocidad no significaba nada, podía ser cualquier cosa, no era certeza, no era respuesta, no era epifanía. Era otra angustia, otra foto para mirar a la madrugada, más cenizas esparcidas en la mesa ya gastada por los golpes nerviosos de mis dedos, un sahumerio mal oliente que llenaba la casa con una energía de mierda. Era el eco de mis pasos circulares en el patio, atrapado, enjaulado.
“Me está hablando una tortuga, ¿qué puedo esperar?”, me dije, desconsolado. Otro pensamiento, veloz: “¿Qué estoy haciendo? Mañana tengo que levantarme temprano, tengo que ir al trabajo…”.
Me dejé caer de espaldas, directo al sillón, me hundí. Miré a la Tortuga, dolido.
—Hijo de puta… Así no va… Si seguimos así nunca vamos a llegar a ningún lado… Odio las drogas.
La tortuga me sonrió, se encogió de hombros y no sé de dónde sacó un enorme porro. Lo prendió, con concentración sabia.
“Claro”, me dije, “Me está hablando una tortuga…”.
Eso era todo lo importante… Las líneas que seguían eran injustificadas, no podían sostenerse si la premisa de apertura se daba por sentada.
El mañana volvió a desaparecer de mi cabeza, se evaporó, para dejar la ausencia temporal, el presente vacío. Volví al agujero negro de mis pupilas dilatadas.
—La velocidad es la variable que separa la realidad de una alucinación…
Y de pronto ya no estaba en el sillón, estaba sobre el lomo de un enorme Conejo. La habitación no estaba, mi Guía se había largado. Me aferré fuerte al pelaje blanco, justo al tiempo que el gran bicho orejudo empezaba a saltar, moviéndose con rapidez.
Cerré los ojos, sentí el aire en el rostro.
—No vamos a perder esta carrera… —soltó, desafiante.
Cuando me animé a ver vislumbré los árboles que se volvían manchones borrosos a nuestros costados.
—Nos vamos a hacer mierda…
—No si logramos llegar al Fin del Principio Absoluto…
—¿Lo qué?
Y lo ví… Salimos del bosque y la meta quedó expuesta, sublime: era un precipicio. El precipicio, la caída definitiva, el Fin del Mundo, el cementerio de los Arco Iris.
Me aferré con más fuerza, le dediqué una puteada sincera a mi maestra de primer grado.
—Vamos a lograrlo… No vamos a perder esta carrera…
—La… Velocidad… Es… La… Variable… Que…
Pero no pude seguir. Saltamos. Y sólo pude gritar, con todas mis fuerzas, desgarrando la garganta, lastimando los oídos de la piba que nunca dejó de estar enamorada de mi, los oídos de mamá y papá…
“Cuánta gente que nos quiere, nos espera, y no conoce nada de nosotros… Cuántas cosas que no somos…”.
Nos abrazó el negro, el violeta, las estrellas… Me separé del Conejo enorme, que giró sobre si mismo y me sonrió triunfante, mientras caíamos… Luego me guiñó un ojo y explotó, cubriendo al Universo Primario de mariposas albinas que se abalanzaron sobre mí, juguetonas… Estallaban como burbujas si las tocaba y eso me llenó de una tristeza abrumadora. Lloré en la inmensidad, que es desolador e intenso... La conciencia del dolor que nadie nunca podrá conocer es bella: no hay testigos para nuestra esencia.
Lloré hasta que me dolió y las lágrimas fueron arena. Los ojos se hicieron sangre y no tardé nada en dejar de estar en el Infinito para quedar atrapado en un Reloj de Arena Ancestral. Me escurrí, la arena se multiplicó, se me metió en la boca, me ahogué… Fluí. Caí, sin poder evitarlo. Reboté, de un lado a otro, atravesé el centro más de un millón de veces.
“Esto no va a detenerse jamás… El reloj va a seguir girando aún cuando no haya Tiempo…”.
Y entonces, capaz que para contradecirme, quizás para darme la razón, el reloj estalló y todo se volvió fragmentos de cristal. Todo se hizo añicos, TODO.
—Armalo.
La voz venía de norte, sur, este, oeste.
“¿Armalo?”.
Me fijé en los pedazos de vidrio que flotaban a mi lado.
—Si no lo armo, yo también podría romperme… —le dije a la Nada.
—Por fin nos entendemos…
Respiré profundo. Me concentré.
Y lo armé.

Negrura.
La sensación, en la boca del estómago, de estar moviéndome.
Algo frío bajo mis dedos, vértigo.
Abrí los ojos y lo primero que vi fue mi mano: estaba estirada, delante de mí. Estaba posada sobre el parabrisas. Me giré de inmediato.
Estaba en el asiento de acompañante de un auto que reconocí al toque. La Tortuga (mi Guía) estaba a mi lado, manejando, los ojos achinados. A nuestro alrededor noche profunda, ruta.
—Dale, armalo…
En mi mano libre sostenía un liyo sin cerrar con una gran cantidad de marihuana en su interior.
Extrañado, sin dejar de caer (aún no), saqué mi mano del parabrisas y obedecí.
(Mientras pasaba la lengua por el pegamento mi vista se topo con el velocímetro, cuya aguja buscaba besar, ansiosa, los números más altos)
Me quedó un buen cigarro: un poco deforme, pero digno.
—Me gusta tu forma de Tortuga…
Mi Guía me observó.
—¿Qué decis? —sonrió—. Estás re puesto…
Iba a decirle que no estaba puesto… Pero entoncés vi que las luces del auto sacaban un destelló en algo que estaba a unos metros. Entendí. No es que estuviera puesto: estaba del orto. Mal.
—¡FRENÁ!
—¿Qué?
—¡Tirate a banquina y FRENÁ!
—Pará, tranquilizate…
—¡FRENÁ TORTUGA PUTA!
La Tortuga prendió las balizas y, echándome miradas de confusión, disminuyó la velocidad y se hizo a un lado.
Inmediatamente un auto nos pasó.
—¿Qué carajo te pasa?
—Callate y mirá…
Unos cuantos metros adelante un conejo blanco (el destello) saltó de la oscuridad a la ruta. El vehículo que acababa de pasarnos tiró un volantazo para esquivarlo, en vano, pisó la grava del costado, perdió el control (se escuchó un chirrido) y se estrelló con fuerza contra un árbol. El parabrisas estalló.
La Tortuga y yo nos habíamos llevado la mano a la boca, los ojos como platos. El conejo se había transformado en una mancha oscura sobre el asfalto: tripas, sesos, sangre… La cabeza se había desprendido del cuerpo y los ojos muertos me observaban.
—Mierda… ¿Cómo sabías qué…?
—La velocidad es la variable que separa la realidad de una alucinación…
—Me empezás a asustar…
Sonreí… Me fijé en el auto destrozado, pensé en el conductor sin vida. No pude sentir compasión. Estaba feliz. Saqué un encendedor y prendí el porro.
—Pude llegar a tiempo… Ahora tu voz ya no me recuerda a alguien que no está…
—Yo tampoco hubiera tenido los reflejos para esquivarlo… —susurró mi acompañante. Miró el faso, con temor—. Esa poronga podría habernos matado…
La Tortuga comenzaba a deshacerse: empezaba a convertirse en un rostro familiar. Levanté el cigarro frente a sus ojos.
—Esto nos salvó la vida…
Empecé a reírme a carcajadas, sin poder evitarlo, mientras un humo espeso comenzaba a cubrir el accidente. Me reí hasta que recordé algo. Entonces me puse muy serio.
—¿Qué pasa? —preguntó mi mejor amigo, que sostenía la vista en el frente, en un estado de semi shock.
—Me acabo de dar cuenta de que en tres años voy a tener un laburo de mierda…
Di una larga pitada.
Ese día, como todos, fue el principio del Futuro.

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