Sordera

18 abr 2011

EL ESTRUENDO DEFINITIVO



Sonaba un tema en mi cabeza, y ese tema era TODO. Era el color de la inconsciencia, que, en esa ocasión, tenía un caprichoso azul oscuro que era tan incómodo como reconfortante.
Cuando volví en mi descubrí que lloraba. La habitación parecía el recuerdo escurridizo de un sueño: podía desintegrarse en cualquier momento y yo me desintegraría, volvería al génesis, al estado cero, a ser la nada imaginando la vida de un perdedor, porque los perdedores son simpáticos, porque todos aplauden a los perdedores.
Miré cada cosa, cada detalle, intuyéndolos significativos, pero enojado, porque la posta es que nunca significaron una mierda. O sí, y por eso ya no me pertenecían. Me extrañé. Me vi comprando aquel reloj de pared, el cuadro feo, el adorno ridículo… Me vi decorando la casa, totalmente convencido: yo necesitaba un hogar.
Ella me miraba serena, desde el rincón, aunque era evidente el signo de pregunta en su frente. Un signo de pregunta aniñado, infantil. El famoso y para nada mal intencionado: “¿Y por qué?”. Estaba tan perdida como yo. Pero por mi.
-¿En serio vivimos acá? –le pregunté, sabiendo que eso sí era mal intencionado.
-Vos sí. Yo no.
Escuché un ruido en la otra habitación y me giré alarmado.
-¿Quién es?
-Nadie. Quedate acá.
-¡Hay un extraño en casa!
Fui hasta la puerta cerrada, encontrando valentía en el simple hecho de contradecirla. Abrí, cagado en las patas.
Estaba todo en penumbras; de pronto el silencio era ensordecedor.
El equipo de música estaba roto, estallado en el piso. No había señales del agresor. Me tapé los oídos, salí. Ella me esperaba con un cassette en la mano.
-¿Qué es?
-Nunca vamos a saberlo…
Eso me dio una sensación de paz. Pensar en eso que jamás nadie sabrá. La complicidad. La cantidad de mundos que a diario desaparecen por ausencia de alguien que sostenga el secreto. Me pareció una muerte digna, honrosa. Si todas las personas tienen secretos, entonces, quizás, las cosas no están tan mal.
Le saqué el cassette con un movimiento rápido. Lo examiné: totalmente blanco, ninguna marca distintiva.
-¿Te acordás de la guitarra que me regalaste? –le pregunté.
-Sí… Te la regalé el día que me regalaste mi disco favorito.
-¿Te acordás que te dije que me la habían robado?
-Sí…
-Era mentira.
Inclinó la cabeza, como hacen algunos perros cuando parece que entienden lo que uno dice.
-¿Eh?
-La vendí.
Después de un rato rió. Tuve ganas de reírme y de dejar de existir al mismo tiempo.
-¿Por?
-La vendí porque nunca, nunca, nunca pude aprender ese tema que te gusta tanto. No sé… No debo tener oído.
Sentí algo de pudor al admitir aquello. Pudor, culpa y placer.
-¿Y qué compraste con la plata?
-Un arma.
-¿Querías matarte? –seguía riendo.
-Ni en pedo. Tenía miedo de que alguien entrara a casa. Nada más.
Suspiré.
-Calculo que esperábamos cosas diferentes uno del otro… -exclamó.
Asentí, de mala gana. Tuve que admitir que ella no sólo sonreía: era feliz.
-Yo todavía tengo el disco. Y cuando lo escucho pienso en vos. Ahora es especial por partida doble.
-Si yo tuviera la guitarra no te necesitaría. Para nada. Si tuviera la guitarra me acordaría de que te odio por pretender tanto de mi.
Me dio un beso y se fue.
Intenté recordar la conversación que habíamos tenido al conocernos. No pude. Toda la música se me escapa.
Busqué el arma, puse el cassette sobre la mesa. Apunté. Disparé.
Cambié la melodía por el estruendo definitivo.
Me quedé con un buen lugar para envejecer, un zumbido taladrándome el cerebro y un extraño escondido entre las sombras.
Mi guitarra era azul.
Azul oscuro.

1 Diálogos:

Tan exacta como dos y dos son tres... dijo...

Gustó lo que escribis! bienvenido a la blogoteca!