restart

26 ago 2012


A VECES LEO COSAS QUE NO RECUERDO HABER ESCRITO


Un indio nativo maneja una Ferrari, mientras sonríe, cruza en rojo, toma un speed, inclinando la lata, zapatos caros; traje de marca y bardeado con manchas: restos de comida, labial, semen, sangre, transpiración; cierra los ojos, satisfecho, al tiempo que su dios pierde un partido de play con otro dios, mucho más viejo, tanto que es joven, porque va a vivir mucho más, aprietan “restart”, y aparezco en medio de una ciudad congelada, y algo en mi interior grita, con furia: debería romper, quemar, robar, romper lo robado; un temblor y los colmillos que crecen, junto a las garras, y descubro que soy un virus, dentro de las venas de un enfermo terminal, un pelotudo optimista, que sigue leyendo, como si eso pudiera salvarlo, como si eso pudiera remediar algo, tanto que lo odio, porque necesito que me explique, que me diga, mirándome, qué estoy buscando, y justo cuando inclino el brazo, dispuesto a deshacerme de los vidrios de una escuela, llegan las pastillas, gigantes, azuladas, reptantes: tienen tentáculos y una sustancia viscosa se desprende de ellos; estoy seguro de que no pueden sentir compasión por mi, las pastillas no tuvieron infancia imaginando monstruos, así que corro, hasta que una pared de 27 metros de alto (llena de graffitis con el nombre de bandas que ya no existen) detiene mi marcha: “hola, soy un callejón sin salida”; “hola, yo soy una salida, sin callejón, y por mucho que no tenga sentido vas a amarme, como hacen todos”, le susurró ella al oído, mientras él le escribía cada una de las líneas, esforzándose por no perder la visión, por ser contado así como se encontraba: contando, y escribió que dejaba de escribir, para mirarla a los ojos,
entonces:
¿qué vio?
“¿esa línea también le pertenece?”, pregunta el detective, encendiendo hongos en su pipa, girándose, para cerciorarse de que nadie lo espía; vuelve su atención hacia vos, que estás inclinado/a sobre la hoja: las palabras se vuelven un remolino y son absorbidas por enormes pupilas que muerden tu cerebro, destrozándolo, liberándolo de sí y abrís la boca, porque estuviste los últimos tres meses masticando esos conceptos, danzando con ellos, jugando un pésimo partido de tetris, 
desencajando, 
hablás, 
solo, delante de una computadora, o con un libro, 
hablás,
y puedo robarte el alma, secarte, descuartizar tu cordura, pero no puedo escucharte, no podría adivinar, porque sos infinito, y te elevás, o yo me alejo, sin vuelo, que es lo mismo: 
uno 
de
cada
lado;
una chica, sentada en una plaza, a medianoche, levanta la vista, ve una estrella fugaz, o podría ser un cometa, o un meteorito, sea como sea, pedir un deseo nunca está de más, y pide que se mueran todos, porque necesita pruebas y sonríe, imaginándose en su cama, tapada, protegida, dulce, con mamá y papá a unos metros, también tapados, serenos, se preguntá si ya no estarán muertos después de todo, se ofende con si misma, por haber desperdiciado el deseo, se promete pedir una noche con Cobain la próxima vez; suspira, y, en la otra parte del no-mundo, un huracán se lleva la prisión de un extraterrestre que llevaba desde 1947 sin ver el exterior: se le ocurre la palabra “milagro”, porque la escuchó por ahí, porque la aprendió de tanto entrar en las mentes humanas, se le pegó, como una maldición, una fiebre, una plaga, 
“¿cuándo fue que dejé mi planeta? ¿cuándo fue que todos se volvieron desconocidos? ¿cuándo…?” 
bocinazo, interrumpe,
de pronto, en el desierto, se dibujan dos soles bajos
(el tiempo y el espacio están perdidos, tratando de no llegar tarde),
frenada,
que nunca es suficiente: 
llora,
lloro, 
llorás,
nube de polvo, 
se aleja otra buena idea, 
que seguro no es mía, ni de nadie:
estaba 
de 
paso.
Y pasará
sin disminuir,
por nada, ni por nadie,
la velociad.

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